EL PRIORAT
Un destino con sabor a vino
Hay destinos que se descubren con los ojos, y otros que se sienten con el alma. El Priorat pertenece a los segundos.
En el corazón de Tarragona, entre sierras abruptas y viñedos en terrazas imposibles, se esconde una comarca pequeña, pero inmensa en esencia. Tierra de vino, de esfuerzo y de calma, donde cada curva de la carretera parece conducir hacia lo auténtico.
Día 1: Falset y la herencia del vino
La ruta comienza en Falset, capital y alma del Priorat. Un pueblo tranquilo, con calles estrechas, fachadas de piedra y la cadencia pausada de la vida rural. Aquí el vino no es solo un producto: es una forma de entender el mundo.
La Cooperativa Falset-Marçà, obra modernista de Cèsar Martinell —discípulo de Gaudí—, es un imprescindible. Su estructura de ladrillo y su aroma a mosto recuerdan la grandeza del cooperativismo catalán.
Desde Falset, la carretera se abre entre colinas cubiertas de viñas rumbo a Gratallops, donde algunas de las bodegas más prestigiosas del Priorat —como Álvaro Palacios, Clos Mogador o Clos Erasmus— elaboran vinos de fama mundial.
Las laderas de llicorella (pizarra) reflejan la luz del sol como espejos rotos, y los viñedos, plantados en terrazas imposibles, cuentan historias de generaciones que domaron la roca para extraer de ella lo esencial.
Un almuerzo entre viñedos o en alguno de los restaurantes de cocina local permite saborear la sencillez prioratina: pan con aceite, carnes de caza, embutidos, setas y, por supuesto, una copa de vino denso y mineral.
Día 2: Entre pueblos colgados y bodegas familiares
El segundo día invita a recorrer la comarca sin prisa, por carreteras que serpentean entre montañas. En Porrera o Torroja del Priorat, el tiempo parece haberse detenido. Sus calles empedradas y su ritmo sereno son el contrapunto perfecto al bullicio urbano. Aquí las bodegas son pequeñas, familiares, y cada botella lleva el nombre y la historia de quien la elabora.
Más al norte, en Escaladei, se alzan las ruinas románticas de la Cartoixa de Santa María de Escaladei, el monasterio que dio nombre al Priorat. Los monjes cartujos introdujeron la viticultura en el siglo XII, trazando los primeros caminos del vino en la comarca. Hoy, sus arcos rotos y cipreses enmarcan un paisaje que invita al silencio.
A la hora de comer, nada mejor que hacerlo en un restaurante local donde la cocina del territorio se convierte en relato: truita amb suc, conill amb allioli de codony, caracoles al vino del Priorat o un arroz de montaña con setas y butifarra. Sabores intensos, nacidos de la tierra y elaborados sin artificio.
Por la tarde, la ruta puede continuar hacia La Vilella Baixa, “el Nueva York del Priorat” por sus casas verticales, o hacia los miradores naturales del Montsant, donde la puesta de sol tiñe el paisaje de cobre y vino.
Día 3: Siurana y la naturaleza del Montsant
El último día conduce hacia el norte, donde el paisaje se vuelve más agreste y espectacular. Siurana, colgada sobre un acantilado, es uno de los pueblos más bellos de Cataluña. Sus calles empedradas, la iglesia románica y las vistas sobre el embalse son pura postal. Fue el último reducto musulmán de Cataluña, y aún se respira su leyenda en cada rincón.
La zona es también un paraíso para los amantes del deporte y la naturaleza. Escalada, senderismo, BTT, kayak o barranquismo: el Priorat ofrece rutas y experiencias en plena Serra de Montsant, un parque natural que combina misticismo y verticalidad. Los senderos que suben a la ermita de la Mare de Déu del Montsant o los “graus” que trepan entre riscos son una invitación a perderse para encontrarse.
El regreso a Falset es sereno. Entre curvas, viñas y piedra, el paisaje parece despedirse con la misma calma con la que recibió al viajero. El Priorat no se conquista; se escucha, se saborea y se siente.
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